lunes, 10 de septiembre de 2012

Dualismo

I. Generalidades

Con el término dualismo se designa aquella teoría que, en oposición al monismo y a diferencia del pluralismo, trata de explicar la realidad apelando a dos principios de la misma, independientes y (en mayor o menor medida) opuestos.

El dualismo es un fenómeno proteico y longevo; reviste una gran multiplicidad de conformaciones, se ramifica en derivaciones diversas y acompaña la aventura humana del pensamiento (religioso y filosófico) desde sus comienzos hasta nuestros días. Originariamente, el dualismo ha surgido de una reflexión no ontológica, sino ética. La pregunta que lo ha generado versa no sobre el origen del mundo, sino sobre el origen del mal. El mal, y no el ser, es la preocupación básica de los sistemas dualistas. Ante todo porque es demasiado distinto del bien para que pueda subsumirse, junto con él, en una realidad única y omnicomprensiva, como aseveran los sistemas monistas-panteístas. Además, porque hay tal cantidad y calidad de mal en el mundo, el mal posee un tal espesor, que por fuerza tiene que ser producto de un principio supremo, tan supremo al menos como el que originó el bien. A partir de aquí, el problema ético accede al nivel ontológico: hay dos órdenes de ser y, por tanto, hay dos principios de ser, irreductiblesy mutuamente incompatibles. Desde este nivel ontológico, el dualismo se proyecta hacia la cosmología, la antropología y la soteriología, presentándose ya en uno u otro de estos sectores de la realidad, ya en todos ellos.

El surgimiento del dualismo al socaire de la pregunta ética explica el hecho de que sus formas más antiguas y originales vean la luz en el ámbito de las creencias religiosas. Las grandes religiones orientales, así como las religiones naturalistas de los pueblos primitivos, contienen rasgos dualistas muy pronunciados. Y así, en China la corriente vital cósmica se explana por la interacción de la díada Yin-Yang; Yin, sería el principio femenino, pasivo, y Yang el principio masculino, activo. La ideología india del Samkhia opone al espíritu (purusha), que es pura conciencia sin actividad, el elemento material (prakriti), activo mas inconsciente, que suministra el sustrato de la vida psíquica.

Pero acaso la propuesta más consistente y abarcadora de dualismo sea la representada por el mazdeísmo iranio. Aquí nos encontramos con un dualismo metafísico (que afirma dos principios coeternos, recíprocamente autónomos y antinómicos), al que acompañan coherentemente los dualismos cosmológico (creación anticreación), ético (bien-mal) y antropológico (espíritu-cuerpo). La tensión entre estos múltiples binomios sólo se resolverá en el éschaton, con la victoria del bien sobre el mal: Ormuz (el principio bueno) termina imponiéndose a Ahrimán (el principio malo).

Es este dualismo iranio el que parece estar en los orígenes de las tendencias dualistas presentes en el pensamiento griego. Las escuelas órfica y pitagórica han sido tocadas por el mazdeísmo; los pitagóricos así lo reflejan en su teoría de los números, con la oposición pares-impares, en torno a la cual se polariza una larga serie de antítesis (limitado-ilimitado, masculino-femenino, luminoso-tenebroso..., etc.), que encuentran finalmente su reconciliación en la harmonía del uno que, a modo de acorde terminal, representaría una postrera coincidentia oppositorum.

El dualismo platónico se establece, en primera instancia, entre el ámbito de la percepción (sensible) y el del pensamiento (ideal). El primero versa sobre el mundo apariencia) de las cosas temporales, cambiantes y corruptibles; el segundo, sobre el mundo real de las ideas inmutables, incorruptibles y eternas. Aquél es simple mimesis (imitación) de éste, como se muestra en el mito de la caverna. Platón ha propuesto también un dualismo cosmológico; el demiurgo del Timeo extrae el cosmos del caos de la amórphe hyle, o materia originaria e informe. En fin, hay igualmente en el platonismo un dualismo antropológico, que identifica lo humano con lo espiritual y considera el cuerpo como revestimiento accidental e indeseable del espíritu, como su cárcel o sepultura (soma =séma).

El hilemorfismo aristotélico intentó responder al dualismo platónico ubicando la dualidad no en el nivel real-concreto, isico, del ser, sino en el nivel metafísico de los principios de ser: materia y forma, principio indeterminado-principio determinante. Tanto el platonismo como el aristotelismo se repartieron el favor de los teólogos medievales,dando origen a escuelas de pensamiento bien diferenciadas, que miden sus fuerzas sobre todo en el terreno de la antropología. Descartada, en efecto (como se verá luego), la compatibilidad de los dualismos ontológico y cosmológico con la fe cristiana, la influencia platónica quedaba restringida (y ello de forma notablemente mitigada) a las concepciones antropológicas, donde la terminología alma-cuerpo se mantiene abierta a distintos modos de comprender la relación de ambos y dar razón de su sustancial unidad. En este punto la tesis hilemórfica de Aristóteles (oportunamente remodelada) acabará por imponerse a las versiones platonizantes, merced principalmente a la autoridad de Tomás de Aquino.

Sin embargo la síntesis tomista no impedirá la vigorosa reaparición de una nueva forma de dualismo antropológico, la acuñada por Descartes con el célebre paradigma res cogitans-res extensa, que hace del hombre una conciencia pensante (cogito, ergo sum) enfundada en una especie de maquinaria orgánica. Torna así a plantearse la proverbial irreductibilidad espíritu-materia, alma-cuerpo, sujeto-objeto, para cuya resolución el filósofo francés no encontró mejor salida que el desesperado recurso a la glándula pineal.

El episodio cartesiano ilustra bien a las claras cuán dificil resulta indagar en el enigma de la condición humana, enigma perpetuamente oscilante entre las tentaciones extremas del angelismo (monismo espiritualista: el hombre es sólo alma) y el animalismo (monismo materialista: el hombre es sólo cuerpo). De la vigencia de este dilema da fe la actual disputa en torno al dilema homólogo: mente-cerebro. En todo caso, la inviabilidad de la propuesta de Descartes confirma que la alternativa a los monismos unilaterales no se encuentra en una reedición del punto de vista dualista.

II. Fe cristiana y dualismos

1. Que la revelación bíblica resulte incompatible, en sus afirmaciones mayores, con las diversas concepciones dualistas es algo demasiado obvio para precisar ulteriores justificaciones. El monoteísmo estricto y la doctrina de la creación superan los dualismos ontológico, teológico y cosmológico; la doctrina del pecado original trasciende el dualismo ético, resituando el problema del mal (punto de partida, según se ha indicado ya, del sistema dualista) desde su enclave en la naturaleza a su emplazamiento en la historia; en fin, la fe en la encarnación y la resurrección, reivindicando la bondad nativa de la materia y del cuerpo, implica que tanto la condición somática del hombre como el mundo en el que despliega su existencia no están destinados a la aniquilación, sino a una gloriosa transfiguración y una indeclinable definitividad.

Una posición cercana al dualismo es la de la apocalíptica del judaísmo tardío, con la característica oposición de los dos eones o mundos, el presente y el futuro. El mundo presente yace en las tinieblas y está sometido a los poderes demoníacos, que operan a través de la muerte y el pecado. El mundo futuro, escenario del Reino de Dios, sustituirá a este mundo presente, que será aniquilado en la conflagración cósmica del éschaton. Los textos del Qumram prolongan este dualismo apocalíptico con la tesis de un combate entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas.

Se ha planteado la cuestión de si este dualismo (mitigado) del judaísmo extrabíblico ha penetrado, en alguna medida, en las escrituras canónicas. Por lo que toca a la representación apocalíptica de los dos mundos, conviene advertir que en ningún texto inspirado (tampoco en el libro de Daniel, única muestra del género apocalíptico admitida en el canon) se postula una ruptura espacial del tipo más acá-más allá. Para la Biblia es desconocida una comprensión del éschaton como pasaje de este mundo a otro mundo, una espera de un más allá supraterreno, espiritual, como alternativa al más acá terreno y material. Lo que sí se aguarda es una ruptura temporal entre elantes y el después de la irrupción del Reino. El mundo en sí podría seguir siendo materialmente el mismo a ambos lados del límite; más acá de éste hay una situación de pecado y déficit existencial; más allá se instaura no una infraestructura cósmica diversa, sino la nueva situación de justicia, fraternidad universal y plenitud vital que es la salvación consumada.

En cuanto al dualismo antropológico, se ha querido rastrear su presencia en el libro de la Sabiduría. En efecto, hay en él dos textos claramente tributarios de la antropología platónica (8, 19-20; 9, 15), pero su tenor literal disuena en el saldo antropológico complexivo del libro, que se atiene a la visión unitaria propia de la antropología hebrea, por lo que dichos textos han de ser estimados como expresiones pocofelices que no traducen con fidelidad la mente del autor.

En el Nuevo Testamento, la típica contraposición paulina carne-espíritu (sárx pneúma, correspondiente al par hebreo basar-ruah), lejos de formular la tensión dualista cuerpo-alma, verbaliza la dialéctica (ya conocida por el Antiguo Testamento) entre la carne (lo que procede del hombre y le es connatural) y el espíritu (lo que procede de Dios, la dimensión trascendente del ser humano, su estar-abierto-hacia-arriba). Los dos términos de esta dialéctica remiten, pues, al hombre uno y entero, uno a partes antagónicas de un presunto compuesto humano.

La amenaza dualista al misterio central de la encarnación se acusa ya en el Nuevo Testamento: el corpus joánico se hace eco de ella y la rechaza resueltamente en el prólogo del evangelio (Jn 1, 14: «el Lógos devino carne») yen 1 Jn 4, 2, que estipula como criterio de la recta fe la confesión de «Jesucristo venido en carne». Ignacio de Antioquía desenmascara este error dualista, que reducía a mera apariencia (docetismo) la realidad de la asunción de la condición carnal por la persona del Hijo.

2. A lo largo de la historia de la Iglesia, las herejías dualistas se van sucediendo con sorprendente tenacidad: docetismo, gnosticismo, origenismo, maniqueísmo, priscilianismo, catarismo. Con la misma tenacidad, la fe eclesial ha hecho valer su no cortante a estos errores, que comprometían gravísimamente, como se ha señalado más arriba, el núcleo mismo del mensaje cristiano.

En la época patrística, diversos sínodos provinciales se pronunciaron contra las desviaciones dualistas. Y así, los concilios de Toledo y Braga (D 21-38, 234-241) anatematizan las herejías marcionita, maniquea y priscilianista, mientras que el error origenista de la preexistencia de las almas es condenado en el llamado synodos endemoúsa (D 203-205). En suma, cuantas veces se alzaron voces condenatorias de la materia o del cuerpo, la Iglesia no dudó en condenar a los condenadores, saliendo por los fueros de la radical bondad de la carne.

Pero sin duda el más mortal peligro por el que pasó en esta época el cristianismo fue la gnosis, una soteriología que predica la salvación por la vía del conocimiento y que se mueve en coordenadas nítidamente dualistas: dualismo teológico (el Dios Padre de Jesucristo y el dios demiurgo del Antiguo Testamento), dualismo cosmológico (mundo divino, supraceleste, y mundo visible, material, terrestre), dualismo antropológico (alma o mente consustancial a la divinidad y cuerpo o carne plasmación del demiurgo malo). La gnosis planteaba así la más perentoria enmienda a la totalidad con que tuvo que vérselas la Iglesia naciente. Nada tiene, pues, de extraño que la batalla antignóstica haya movilizado las mejores energías de los padres de los primeros siglos.

En el medievo, la secta de los cataros o albigenses es objeto de una primera reprobación en la persona de su antecedente próximo, Pedro de Bruis, por parte del Lateranense II (D 367). El Lateranense IV (D 428-430) emite una profesión de fe contra esta herejía. En ella la confesión de la Trinidad y la fe en la creación aparecen estrechamente asociadas: las tres personas operan como «un único principio de todo», que crea «lo visible y lo invisible, lo espiritual y lo corporal», «la creatura angélica y la mundana», así como «la humana, constituida de cuerpo y espíritu». La conexión Trinidad-creación aquí establecida merece, dada su importancia, una glosa explicativa. La doctrina cristiana de un Dios único que, sin embargo, no es soledad, sino comunidad de personas, da cuenta del cumplimiento, al interior del ser divino, de la necesidad metafísica de comunicarse que apremia a todo ser.Bonum est diffusivum sui; a fortiori, el sumo bien ha de ser sumamente difusivo de sí. Esta pulsión necesitante se agota, por lo que a Dios se refiere, en las procesiones trinitarias, y por cierto de forma suprema e insuperable; se comunica todo el ser divino, no una parcela de divinidad. Supuesto lo cual, lo que a partir de ahí haga Dios queda ya sustraído al reino de la necesidad para instalarse en el reino de la libertad.

De donde se sigue que queda abierta la posibilidad de la creación, esto es, de una producción libre de seres distintos del Ser, surgidos del puro amor, de la nada, y no de una teogonía o proceso de autodevenir de Dios. Tal doctrina de la creación es desconocida fuera de la Biblia. No podía formularse, en efecto, mientras se partiera de una comprensión impersonal, no trinitaria, de la divinidad. Un principio no trinitario subyacerá al imperativo ontológico de comunicarse necesaria, no libremente. Con lo cual lo que de él procede habrá de ser igualmente necesario, absoluto y, a la postre, divino. Ese es el universo emanatista de los diversos panteísmos yde no pocos dualismos, frente a los que se alza la tesis inédita del creacionismo.

El dualismo antropológico recibe una última y definitiva descalificación en el concilio de Vienne (D 480-481), donde, frente a las tesis de Pedro Juan Olivi, que entendía la unión alma racional-cuerpo como meramente dinámica y mediata (mediante la forma intelectiva), se consagra la unidad sustancial; el alma es «verdaderamente, por sí misma y esencialmente» forma del cuerpo. Así pues, todo esquema antropológico que rebaje el rango ontológico de esta relación no sería admisible para la fe cristiana.

III. Situación actual

El flanco más vulnerable del dualismo es el desgarramiento que opera en la contextura de lo real. La realidad dualista es esquizofrénica; en los antípodas de monismo y su continuismo de niveles, el dualismo nos presenta una realidad no sólo escindida sino irreconciliablemente enfrentada. La inverosimilitud de esta concepción, tanto desde el punto de vista ontológico o cosmológico como para una antropología aceptable, la ha puesto fuera de circulación. El descrédito que padecen actualmente las doctrinas dualistas es demasiado notorio y hace superflua la recogida de testimonios al respecto. Baste indicar que, mientras hoy resulta de buen tono adscribirse al monismo (materialista, por supuesto), casi nadie se confiesa ni desea ser tenido por dualista (con las notables excepciones que se mencionarán más abajo).

Por otra parte, y en lo tocante a la antropología (el último reducto dualista, como se verá a continuación), el término dualismo se revela al día de la fecha no simplemente fluido o ambiguo, sino decididamente equívoco. Seifert enumera no menos de ocho acepciones del mismo; un monista fisicalista como D. M. Armstrong no considera la teoría aristotélico-tomista del anima forma corporis como dualista, sino como una especie de emergentismo; por el contrario, el cristiano Laín rechaza últimamente toda distinción real alma-cuerpo (incluida la tomista) como convicta de dualismo.

Así las cosas, no deja de resultar sorprendente la supervivencia en nuestros días de una forma de dualismo antropológico, el dualismo interaccionista, avalado por las firmas ilustres de K. Popper y J. C. Eccles. Ambos creen que, además de la realidad física (Mundo 1) a la que pertenece el cerebro, existen los Mundos 2 y 3 (la realidad subjetiva que llamamos mente y sus productos, incorporados o incorpóreos); esos tres mundos interactúan recíprocamente. Así pues, en el hombre hay cerebro (Mundo 1) y mente (Mundo 2, entidad inmaterial, aunque no desencarnada ni, según Popper, desencarnable); ésta interactúa con aquél. Es el yo —la mente— quien posee un cerebro, y no el cerebro el que posee un yo. Popper llega incluso a manifestar su acuerdo básico con las metáforas platónicas del timonel y el barco, el auriga y el carro, el músico y el instrumento; «como decía Platón, la mente es el timonel»; «pienso que el yo, en cierto sentido, toca el cerebro del mismo modo que un pianista toca el piano».

Desde una óptica cristiana, el dualismo interaccionista se queda por debajo de las estipulaciones de Vienne; en vez de una unidad sustancial, se contenta con explicar la relación alma-cuerpo (o mente-cerebro) en términos de simple unión dinámica. Mas de otro lado el esquema hilemórfico empleado en Vienne resulta hoy insostenible por anacrónico.'Así pues, tanto una antropología filosófica de inspiración cristiana como la propia teología deberían retomar el viejo dossier alma-cuerpo y elaborar una explicación plausible de la unidad psicosomática en que el hombre consiste.

En esta dirección se encaminan las propuestas de un teólogo como Moltmann (conformación pericorética de cuerpo y alma) y de un filósofo como Zubiri (organismo y psique como subsistemas que se codeterminan ex aequopara constituir la unidad psicoorgánica que el hombre es). En todo caso, la ausencia de una reflexión solvente sobre esta cuestión dejaría a la antropología inerme ante las amenazas recurrentes de los monismos o los dualismos.

Link : http://mercaba.org/DIOS%20CRISTIANO/D/dualismo.htm

No hay comentarios:

Publicar un comentario